Tan
hermosa la apacible frescura que titila los días de lluvia, reflejada en cada
gota amarga, en cada melancolía amortiguada, rota ilusión de salada
desesperanza.
Esferas
acuosas cayendo desde el cielo, su encanto prohibido, su conjuro maldito.
La
tristeza que reflejan en su vertiginosa caída desde lo alto, desde allí arriba,
por encima de todo, y tan, tan por encima de todos, tan inalcanzables hasta que
se estrellan contra el frío y rudo suelo, besándolo como besa el soñador al
incrédulo, como besa la rabia a la ira, como besa la realidad fatídica a la
utópica fantasía, con labios hastiados, con besos desesperados.
Se
esmeran en apartarlo, en olvidarlo, pero son solo eso, esmeros en vano, engaños
condensados, que bajo la sombra de la tormenta despuntan, deslumbran, gritan y
aruñan.
Matizando
entre ardientes suspiros, el llanto de dos desconocidos.
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